En el vasto lienzo de la vida contemporánea, se tejen historias de migración que van más allá de las fronteras geográficas. Entre los hilos de esta trama, un fenómeno peculiar emerge: la migración de familias de las urbes bulliciosas a los apacibles pueblos .Un ejemplo es la transición de almas urbanas a lugares como Amealco de Bonfil, donde la decisión de partir hacia lo rural es una búsqueda de la serenidad que el frenético ritmo citadino arrebata.

El corazón mismo de esta migración yace en la búsqueda de una vida más auténtica, en la aspiración de romper las cadenas que el estrés y la agitación de la ciudad imponen. Las grandes urbes, con sus edificios de acero y asfalto, ofrecen el fulgor de oportunidades, pero también imponen el yugo del tráfico interminable, las multitudes impacientes y el constante correr contra el reloj. En este escenario, el pueblo se alza como el refugio idóneo para quienes anhelan una existencia donde el tiempo fluye sin tanta prisa.

Sin embargo, esta migración no es simplemente un acto de huir de la ciudad, sino de abrazar un nuevo paradigma de vida. La noción de comunidades sustentables y la permacultura como forma de existencia trascienden la mera elección del lugar de residencia; son un pacto con la tierra, una alianza con la naturaleza que se entrelaza con la búsqueda de la paz interior. En un mundo donde la voracidad de la producción industrial ha dejado cicatrices en el planeta, estas familias migrantes emprenden un viaje de retorno a la armonía con la Tierra en cada huerto cultivado y en  cada casa construida en sintonía con el entorno.

En este peregrinaje hacia lo rural, la migración se convierte en un acto de resistencia y transformación. Es un redescubrimiento de las raíces y un recordatorio de que el progreso no es solo el rugir de motores. Así como las aves migran siguiendo las estaciones, estas familias siguen el llamado hacia una vida donde el ritmo es pausado y la calidad reemplaza la cantidad.